lunes, 27 de agosto de 2012

DIARIO DE UN FURHER.




Estoy agotado y triste. Para muchos de los que me odian será el fin, pero no el del Nazismo. He servido con honor a nuestra Alemania, aunque me siento traicionado y defraudado por muchos de los que me rodean. Morirán como yo.

Todavía recuerdo cuando gané las elecciones en 1933, e impuslé el Tercer Reich, ¡cuánto tiempo ha pasado de eso! Ahora la realidad me atrapa y me lleva a un pozo sin salida, donde la oscuridad ahogará mi cuerpo, pero no mi alma, que libre, vivirá en mi Alemania, la que yo construí. En ese mismo año mandé construir la Nueva Cancillería, aprovechando las obras para crear los nuevos refugios, situados en el subsuelo de Berlín, destinado a proteger a los altos mandos del Estado y las Fuerzas Armadas de la Alemania Nazi durante la Segunda Guerra Mundial, entre ellos yo.

Allí me trasladé el 16 de Enero de 1945, después de comprobar como los continuos ataques aéreos habían convertido en peligrosa la estancia dentro de la Nueva Cancillería. Esa misma noche, de madrugada, después de darle muchas vueltas a la cabeza, de pensar la estrategia para salir del enorme problema en donde estábamos metidos, me rendí. Cuando me enfrenté a la oscuridad, perdiendo la mirada en las lejanas luces de Alemania, y bajo una luna que amenazaba con caerse, pensé que todo estaba perdido, que nunca más iba a salir de este agujero con vida, que había perdido todo mi poder. Frente a batallones de miles de soldados, solo con mi discurso había convencido a miles de mentes con una capacidad de matar asombrosa, mentes débiles que seguían un patrón, todos necesitaban un padre, y ese era yo. Ahora todo es distinto, somos ratas que nos cobijamos en un agujero sin salida, esperando la muerte.


La situación a la que ha llegado la guerra es inviable, y pensándolo fríamente solo me quedan dos posibilidades: entregarme al enemigo o acabar con mi vida. La derrota de Alemania es cuestión de semanas ya que millón y medio de soldados soviéticos arrollan las defensas alemanas en Polonia y Prusia.

Afortunadamente, ahora vivo en el bunker, un lugar muy seguro que cuenta con dos plantas totalmente acondicionadas. Convivo con mis seguidores más fieles, entre ellos Joseph y Magda Goebels, el ministro de propaganda junto a sus seis hijos. Los invité cuando Berlín quedó cercado junto a Eva Braun, mi fiel compañera, una mujer que me ha seguido hasta el final de mis días, la cual ha demostrado más lealtad que muchos de los que me han rodeado. En la parte superior del bunker vive el servicio, los ayudantes militares y mis secretarias, también se halla la cocina, el comedor, los aseos y el trastero. Yo vivo en la parte inferior del bunker. Contamos con una central telefónica, la mejor de Berlín, desde donde me comunico en cuestión de minutos con todos los frentes que tengo ahora mismo activos. Dispone de antenas acopladas a un globo cautivo y de una instalación de radioteléfono VHF.

El bunker también tiene su propio generador eléctrico y reservas de agua como para vivir una larga temporada. Nunca se vieron afectados por los cortes ocasionados por los bombardeos. Los cuartos de baño, la ventilación y la calefacción funcionan perfectamente, pero sí noto el ambiente demasiado cargado, la humedad es excesivamente alta, y el olor resulta desagradable. No me queda otra salida, estos son mis últimos días y así debo vivirlos.


Las medidas de seguridad del bunker son extraordinarias, pero siento un terror cerval a quedar enterrado aquí. Cada vez que suena esa maldita alarma aérea siento miedo, cada explosión hace temblar al recinto, el temblor del fuego estremece mi alma. El 20 de Abril será mi último cumpleaños, estoy más que seguro. En esa sa fecha los rusos cercaron por completo Berlín. A partir de estos días el bunker era muy frecuentado, y resultaba normal ver los largos pasillos a numerosos militares y políticos aguardando a ser recibidos por mí. Pero con el paso del tiempo las visitas serán más escasas y la vida en este refugio se irá convirtiendo en una maldita rutina.

Últimamente me acuesto muy tarde, las preocupaciones no me dejan descansar, mi mente está como loca pesando una forma coherente de salir de este gran problema. Todas las noches escucho como el personal militar de la primera planta se acuesta con una preocupación que no podrán soportar después de largas reuniones de guerra en la que nos vemos sometidos. Me levanto sobre las diez u once de la mañana, porque realmente no veo la luz del sol, no se si es de día o de noche, ya que cada vez tengo menos ganas de salir al exterior, todo está destruido, rodeado de fuego…

Aunque la tristeza me hunde en un pozo sin salida, cuando miro a los niños de Goebbels me parecen adorables. Ellos no saben donde están metidos y no sienten ni padecen. He aconsejado a su padre que pronto deberían morir para evitar que el enemigo les capture y les exponga como muñecos de cera. Tienen que entender que en este momento estamos viviendo fuera de la realidad, los chicos pertenecen a su madre, Magda, y debe acabar con ellos de la forma que menos sufran. Ellos no tienen la culpa de lo que está pasando, pero si se quedan aquí, los harán sufrir después.

El día de mi cumpleaños, se dispuso una ceremonia de condecoraciones en el jardín de la Cancillería. Creo que estaba enfermo, no me sentía bien. Joseph me comentaba que tenía la cara abotargada y de color rosáceo, y que mi mano izquierda temblaba tan violentamente que comunicaba los espasmos a todo el cuerpo. Incluso yo me dí cuenta del problema que Joseph me comentaba, ya que una vez se me hizo imposible llevarme un vaso de agua a los labios, mi mano temblaba de tal forma que tuve que abandonar el intento. También me di cuenta de mis espasmos en la pierna izquierda, tenía que sentarme porque era incapaz de estar de pie, arrastraba los pies y me cansaba demasiado rápido, mi ánimo estaba por los suelos, me estaba muriendo de pena. Alemania ya no es la que era.


Pero no me podía rendir, no iba conmigo, hacía grandiosos planes militares y arquitectónicos, daba órdenes y temblaba de cólera. Todo el mundo acataba lo que decía pero sabía de sobra que estaban desmoralizados, pero había que luchar o morir. En aquella atmósfera enrarecida, recuerdo que en constante permanencia de mis más fieles colaboradores de última hora, Bormann y Goebbels, me encontraba en un clima irreal, esperando victorias imposibles y emitiendo órdenes absurdas (lo reconozco) que costaron millares de vidas. Afortunadamente el bunker estaba bien protegido con sus muros de 4 metros de grosor, y lo más importante, los rusos no sabían donde estábamos y eso me animaba a seguir luchando por ganar algo que muchas veces se planteaba imposible.

Llegado el final, empecé a despedirme de todo el personal del bunker. Recuerdo como una enfermera histérica narraba un discurso desatinado pronosticando la victoria. No me quedó otra que interrumpir con voz ronca diciendo: «Hay que aceptar el destino como un hombre», y seguí estrechando manos.
Al mediodía, como siempre acudí a la conferencia militar. El general Mohnke me comunicó que la infantería soviética presionaba desde el norte y el sur, tratando de cortar en dos el centro de la ciudad, lo único que actualmente se defendía. Fueron palabras que asimilé sin pestañear, con la mirada perdida y sin ningún animo de continuar con esta derrota.. También me dijo que la artillería soviética se había concedido algún respiro por falta de blancos. Parece ser que la inundación de los túneles del metro los había frenado durante unas horas, pero a costa de la vida de millares de civiles berlineses que estaban refugiados en los andenes. Tras conocer todas estas noticias y notar como mi piel se contraía de miedo, pedí a Goebels y a Bormann que se reunieran conmigo para comunicarles con todo el dolor de mi corazón, que esta misma tarde me iba a suicidar, tenía que hacerlo. Solicité a mi médico Werner Haase cual era la forma más fiable de morir mediante suicido, a lo que me respondió que combinase una dosis de cianuro seguida de inmediato con un balazo en la cabeza. Por suerte contaba con varias cápsulas que me habían proporcionado las SS.

Cuanto me dolió saber que el 28 de Abril, Heinrich Himmler había intentado negociar de forma independiente mediante la Cruz Roja Internacional, un tratado de Paz. Maldito traidor hijo de puta, no me quedó otra salida que mandar la ejecución de Hermann Fegelein, enlace de Himmler en el bunker. Emocionalmente estaba roto, y hasta llegué a pensar que las cápsulas de cianuro eran de mentira. Himmler era el jefe de las SS, que podía esperar de él. No me quedó otra opción que probar una de las cápsulas con mi fiel perro Blondi, murió de inmediato.




El tiempo corría en mi contra, apresuradamente llamé al coronel Günsche, y le ordené que a las tres en punto se hallase ante la puerta de mi despacho. Mi esposa y yo nos íbamos a quitar la vida, y quería que cuando esto ocurriera él se cerciorará de que estábamos totalmente muertos. Si no era así debería rematarnos con un tiro en la cabeza para acabar con nuestra agonía y sufrimiento. Después era muy importante que nuestros cadáveres fueran conducidos al jardín de la Cancillería, donde según mis órdenes debería haber 200 litros de gasolina, para que nuestros cuerpos fueran reducidos a ceniza. Mis palabras fueron claras y concisas: “Deberá usted comprobar que los preparativos han sido hechos de manera satisfactoria y de que todo ocurra según le he ordenado. No quiero que mi cuerpo se exponga en un circo o en un museo de cera o algo por el estilo. Ordeno, también, que el búnker permanezca como está, pues deseo que los rusos sepan que he estado aquí hasta el último momento”

Antes de comer fui a visitar a Magda Goebbels. Su rostro estaba decaído, incluso alguna lágrima resbalaba por su mejilla, tenía grabadas a fuego las huellas del sufrimiento, ellos también habían tomado la decisión de suicidarse, no sin antes acabar con la vida de sus seis hijos. Le dije que era lo mejor. De rodillas ante mi, Magda me imploró que no les abandonara todavía, que me necesitaban, que era una gran persona, un gran estratega y un ejemplo a seguir para el país alemán. Sin apenas alterarme y con rostro serio, la dije algo que era una gran verdad, yo debería desaparecer para que Doenitz negociara el armisticio que salvara su obra y a Alemania. De repente escuchamos como los niños jugaban el la planta de arriba, se reían y correteaban por la habitación, me miró fijamente a los ojos, y cambiando la mirada abandonó la habitación para preparar el veneno que mataría a sus seis hijos.


Apenas tenía hambre, pero a las 14:30 me fui a comer. Recuerdo como Eva, con la cara pálida pero a la vez elegante, me esperaba en el comedor. Llevaba un bonito vestido azul de lunares blancos, medias de color humo, zapatos italianos de color marrón, un reloj de platino con brillantes y una pulsera de oro con una piedra verde. Estaba preciosa. Para mi despedida vestía un traje negro con calcetines y zapatos a juego. A los pocos minutos se levantó para retirarse a las habitaciones, y me dijo que no tenía apetito. Y comí unos espaguetis con salsa.

Una vez terminé de comer, me retiré a mis dependencias, pero en el pasillo me encontré con una nueva despedida, mis colaboradores más íntimos, que me dieron por supuesto mi último adiós. Apto seguido me retiré a la habitación con Eva.

Mi última voluntad antes de partir era casarme con Eva, mi fiel amante y compañera. Así que ordené una discreta ceremonia civil en el interior del Bunker teniendo como testigos a Marga y Joseph Goebbels, y a mi secretaría Traudl Junge, quien preparó lo necesario para mi testamento político.

Hoy es 30 de Abril, y he pedido reunir a todo el cuerpo médico para despedirme de ellos, he hecho lo mismo con el resto de personas del Bunker.
Estábamos totalmente solos, el silencio era pesado, arduo y penoso. De vez en cuando nos mirábamos sin decirnos nada ya que los dos sabíamos lo que teníamos que hacer. Solo escuchábamos a la gente que estaba afuera, gente que esperaba escuchar el estampido del disparo que acabase con mi vida. De pronto oí a Magda, desesperada, que por favor la dejasen entrar al despacho para decirme algo, por supuesto las órdenes eran estrictas, nadie debe molestarnos, cosa que se cumplió. Si logró transmitir un mensaje absurdo a Günsche, “Dígale que hay muchas esperanzas, que es una locura suicidarse y que me permita entrar para convencerle”.

Günsche entró en mi despacho para comunicarme el mensaje. Yo estaba de pie junto a mi mesa y frente al retrato de Federico el Grande. Eva estaba en el servicio. Mis últimas palabras fueron: “No quiero recibirla, márchate ahora mismo”. Llamé a Eva, y la entregué su cápsula de cianuro. Ella sin apenas tiempo de pensar nada se la introdujo entre los dientes, y escuché como la rompía, su gesto fue como si amargara. Yo hice lo mismo, introduje la cápsula de cianuro en mi boca, rompí el cristal con mis dientes y noté como el líquido recorría mis encías, como mi lengua se contraía, miré a Eva y me pegué un tiro en la cabeza.